No levantaba ni tres palmos del suelo cuando comencé a oír
tu nombre, Fernando, no levantaba ni tres palmos del suelo cuando comenzaron a
alagarme con nuestro parecido y no levantaba ni tres palmos del suelo cuando te
empecé a querer.
Resulta extraño, nunca conseguí tener contacto contigo, ni
tan si quiera te dio tiempo a acariciarle la enorme barriga a mi madre y con perdón
de la blasfemia, pero qué putada. Dicen que abrí los ojos y pudieron vislumbrar
tu alma rocanrolera, esos ojos verdes que tanta gente adjetiva de traicioneros,
que crean adicción y dudas, esos que solo tenemos tú y yo de entre toda la
gente que comparte nuestro apellido. A medida que crecía todas las personas que
tuvieron el privilegio de un ínfimo contacto contigo me asemejaban a ti... Y
luego estaba mamá, tu hermana, la misma que lloraba cuando decía: ‘Eres
exactamente igual que el’ y luego comenzaba a describirte con muchísimo mimo
cuidando tu recuerdo aún, entre paños, evitando que se rompa, se olvide.
¿Sabes? Hace poco encontré tus cuadros, tus escritos, tus
fotos, tus memorias y pude notar como una sensación indescriptible recorría
cada vena y cada arteria, como ardía lento, creo que era rabia, esa que nació a
partir de no tenerte, de que te fueses tan apresurada e indiscriminadamente,
seguramente lo fuese, pero tenía tu carita entre mis manos ahí, tan guapo que
la sensación se disipó como hace la neblina y entendí lo que era el orgullo de
poder decir que tu sangre corre por mi tripa y que compartimos el color de la
esperanza. Gracias por ser ese ángel en forma de luz que dicen que ilumina mi
rostro, gracias por ser mi ángel.
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