Siempre que nos adentramos en una habitación nueva captamos
una sensación, nunca sabemos exactamente de donde proviene, pero nos crea un
sentimiento, de aversión o simpatía, que se reitera cada vez que volvemos a
entrar.
26 de diciembre, día en el que comienza la acampada de
navidad en mi grupo scout. Yo, como monitora no tuve oportunidad de decisión y
obligada fui en coche con un compañero mientras el resto iban en un cómodo bus.
A medida que nos acercábamos al congelador Navalguijo todo se iba oscureciendo,
los árboles iban cerrándose dificultando la llegada a la meta y durante el
avance la civilización cercana iba desapareciendo.
El albergue estaba escondido, tanto, que perdí la cuenta de
las veces que tuvimos que retroceder sobre nuestros propios pasos. Entre uno de
los muchos intentos vislumbramos un sendero y, arriesgando nuestra vida y los
bajos del coche decidimos seguirlo, tras muchas dificultades conseguimos llegar
a la cima, lo que vi no me gustó. Bajé del coche, necesitaba descargar las
piernas y a los dos segundos de inspección volví apresurada a encerrarme en él,
realmente habíamos dado a parar al cementerio de no sé qué pueblo ya que no
había ninguno tan cercano como para apropiárselo, parecía abandonado, no quise
saber más simplemente balbuceé ‘no, aquí no es’ y seguimos en nuestra búsqueda.
Durante el transcurso
de esta tuve un dialogo conmigo misma. No tengo miedo, o no suelo. Cuando el
resto de gente se asusta yo uso mi valentía, busco el foco del terror y
demuestro que no hay necesidad de asustarse, pero esa vez… Una sensación fría y
de mal augurio había inundado mi cuerpo, pero no le quise dar más vueltas de
las necesarias.
Continuamos con nuestra búsqueda y por fin lo encontramos,
entre rocas aparecía un camino, aparentemente infinito que desembocaba en una
puerta oxidada de rejas verdes, otro escalofrío ignorado. Entramos, teníamos
que meter comida en la cocina, por tanto, primero había que encontrarla.
Abrimos la primera estructura que vimos y entonces ya lo verbalicé ‘Este sitio no
me inspira confianza’, no sé si era su aparente parecido a un campo de
concentración, el frio, la oscuridad o el agobiante silencio, solo sé que cada
vez que me quedaba sola dentro del comedor o la cocina tenía muchísima prisa
por salir, me sentía observada, perseguida.
Pasaron veinte
minutos hasta que aparecieron el resto componentes del grupo, los niños
contrarrestaban al silencio y la oscuridad, pero esa sensación no se iba. Se lo
intenté explicar a mis compañeros, todos se reían. Cuatro días después todo el
mundo entendería y compartiría mi mal augurio.
Encontramos un montón de moscas muertas como si se tratase
de una matanza, ventanas y puertas que se abrían solas, otras habitaciones que
eran imposibles de penetrar, otras completamente vacías y esa horrible
impresión persecutoria constante. A medida que pasaban los días la gente
comenzó a ponerse enferma, en menos de 24 horas al menos la mitad comenzaron
con fiebres, vómitos y dolores muy fuertes de tripa, seguidos de desmayos inminentes,
nos faltaba una noche para poder salir de allí y tras varias reuniones
concretamos un método de cuidados para todos los enfermos, muchos de los
monitores no pegamos ojo, pero conseguimos salir de allí sanos y salvos.
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